-¡Venga tío, corre!
-¡Espera, aquí todavía queda una!
-No importa, déjala, no tenemos tiempo.
-Está bien, está bien, tranquilízate.
-¿Cómo me voy a tranquilizar si están a punto de llegar?
Mira, como nos pillen por tu culpa te mato.
Y echaron a correr, perseguidos por una docena de personas,
hacia el coche que los esperaba en la puerta del banco.
Una vez dentro, mientras uno conducía a toda prisa por la
autopista, el otro contaba el botín.
-¿Cuánto hemos conseguido?- preguntó el que hacía de chófer.
-No estoy seguro pero, cien mil como mínimo- contestó el otro
con la mirada desorbitada, al parecer emocionado.
Y se echaron a reír.
Una hora más tarde se encontraban en la cocina de una vieja y
prácticamente derruida casa. No era una habitación muy espaciosa, pero los dos
hombres se movían con relativa libertad a través de la estancia. Las paredes
mohosas y con incontables grietas, amenazaban con desplomarse en cualquier
momento, al igual que el techo cubierto de telarañas que a su vez acumulaba
polvo de, sabe Dios cuántos años. La habitación estaba pobremente iluminada,
con una única lámpara que descansaba sobre una desvencijada mesa. Y sobre dos
sillas estaban los hombres que acababan de atracar un banco. Uno de ellos (al
parecer el mayor debido a su aspecto) tenía una barba larga y oscura en la que
resaltaban algunos pelos canosos. Tenía la expresión severa y amarga de quien
ha pasado por situaciones muy duras. También abundaba el pelo en la cabeza,
brazos y piernas en los cuales había varias cicatrices. Éste, se había ganado
fama de atracador solitario y era extraño que actuara en compañía. El otro, más
joven, tenía una expresión alegre pero antipática. Apenas tenía barba y al
contrario que su compañero, su cuerpo permanecía intacto, sin una sola marca de
ningún tipo.
Ambos contaban, ansiosos, una y otra vez su parte del dinero,
en un completo silencio, sólo interrumpido por el ruido que hacían los billetes
al rozar unos con otros. De repente, uno de ellos se levantó, cogió una mochila
y metió su parte de la ganancia en ésta. Poco después, su compañero hizo lo
mismo y ambos se quedaron mirando al otro esperando a que alguno rompiera el
silencio, hasta que el más joven preguntó:
-¿Y ahora qué vamos a hacer?
-Podemos hacer dos cosas: uno, quedarnos aquí un tiempo
mientras planeamos nuestro siguiente golpe, o largarnos de esta ciudad y buscar
un sitio más tranquilo y menos peligroso para nosotros, ya que posiblemente nos
hayan seguido la pista desde el banco hasta aquí- respondió el otro de
carrerilla, como si hubiera estado esperando esa pregunta y ya tuviera la
respuesta preparada.
-¿En serio crees que nos han seguido hasta aquí?
-Sí, es muy posible. Pero creo que aún así no tenemos de qué
preocuparnos.
-¿Por qué?
-Porque son demasiado bobos como para encontrarnos por mucho
que nos hayan seguido. Además llevo escondiéndome aquí durante años y nunca han
averiguado adónde voy después de cada atraco.
-¿Estás seguro de eso? Yo creo que esta vez sí que nos han
visto.
-Y yo creo que preguntas demasiado. Anda, cállate un poco y
déjame pensar.
La mañana siguiente no amaneció muy alentadora que digamos.
El cielo estaba cubierto de nubes grandes y espesas que ocultaban al mundo los
relucientes rayos del sol. Esa actitud triste y malhumorada era la que había
adoptado José (el mayor de los dos) y Juan (su compañero) se había dado cuenta
y por ello se mantenía alejado de él por si descargaba sobre éste su ira, cual
nube de tormenta.
Ninguno de los dos estuvo animado los días siguientes pues,
por seguridad, habían acordado no salir de la casa para así no ser
descubiertos. Las horas pasaban tan lentamente que parecían convertirse en días
enteros y, el aburrimiento, se iba extendiendo por toda la casa a una velocidad
vertiginosa. Hasta que un día José le comunicó a Juan que tenían que empezar a
planear su siguiente robo, pues había pasado un mes y consideraba que ya no
había peligro para volver a atacar.
-Hay que planearlo muy bien. En el anterior nos arriesgamos
demasiado, casi nos pillan- repetía Juan una y otra vez convencido de que si
volvían a hacer lo mismo que en la última ocasión no correrían la misma suerte.
Así fueron pasando los días, uno tras otro, construyendo y
detallando el atraco de sus vidas. El robo que los haría ganar un millón de
euros a cada uno, si salía bien.
Por fin había llegado el tan esperado día. Tantas horas,
tantos días, tantas semanas de planificación se iban a desarrollar en unas
pocas horas. José estaba muy nervioso, pero su nerviosismo era insignificante al
lado del de Juan. La frente le brillaba del sudor y estaba pálido como la cera.
Tenía las manos frías y caminaba con dificultad cuando se dirigió al coche que
lo esperaba aparcado enfrente de la casa donde se había ocultado durante dos
largos meses.
Llegaron al banco. Se pusieron los pasamontañas y los guantes dentro del
coche y cogieron sus armas. Temblando, avanzaron sigilosamente entre los
coches, agachados para no ser vistos hasta el último momento. Al llegar a la
puerta se miraron, respiraron profundamente y entraron.
-¡Todo el mundo quieto! ¡Que nadie se mueva o le disparo!
-¡EH, EH! Deje el móvil en el suelo inmediatamente. Suéltelo
ahora. Y el resto también. ¡VENGA!
-Shhhhh. No grites tanto. Recuerda el plan.
- Vale, vale.
Y entonces José se dio la vuelta y le habló a un tembloroso
empleado:
-Coge todo el dinero que haya y lo metes en esta bolsa- le
dijo mientras le tiraba un saco gigante en el que, sin problemas, habrían
cabido dos o tres niños.
El empleado obedeció apresuradamente. Juan lo miró y se le
escapó una pequeña carcajada pues, el banquero estaba tan nervioso que se le
caían los fajos de billetes de las manos. Pero José no lo veía así ya que el
hecho de que se le cayera el dinero cada dos por tres hacía que tardara más y
la idea de tardar mucho no le hacía ninguna gracia.
A los diez minutos de haber entrado en el banco, empezaron a
oír sonidos de sirenas. Y en ese momento los dos atracadores sintieron como el
alma se le caía a los pies. Estaban perdidos. Rápidamente, José, presa del
pánico, le arrancó la bolsa de las manos al empleado, se dio media vuelta y sin
más le disparó en una pierna a Juan, que cayó al suelo cegado por el dolor y
gritando como si lo estuvieran matando. Por fuera, éste estaba sorprendido por
lo que le había hecho su compañero aunque, en el fondo, estaba seguro de que en
algún momento eso iba a pasar ya que por algo tenía fama de atracador
solitario. Mientras Juan se seguía retorciendo de dolor, José salió corriendo
del banco, se subió al coche y arrancó, dejando tras de sí a un ex compañero desangrándose
y a merced de la policía, varias docenas de personas asustadas, llorando en
silencio y pensando en sus familias, a agentes de policía desconcertados por el
repentino suceso y un banco a medio robar pues, con las prisas, se había dejado
más de la mitad de su botín metido en aquellos enormes sacos dentro del banco.
En resumen, había hecho lo que se podría llamar un atraco a medias.
J. K. Rowling
Me gusta esta historia porque es sobre un robo y es interesante. Alba.
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