Hace cuatro años y medio, en una pequeña villa llamada Celanova, nació una niña con el pelo castaño, ojos marrones, boca pequeña y nariz chata. ¡Yupiiiiiiiiiiii! La familia ya tenía un miembro nuevo y yo una hermana con la que jugar. Mientras pasaba su primer año de vida, fuimos viendo que se trataba de una niña simpática y alegre y al mismo tiempo, traviesa y desobediente. Cuando empezó a caminar con el andador, ¡había que cerrarle todas las puertas de casa y estar pendiente de ella todo el rato! ¿Sabéis por qué? Pues porque cada vez que encontraba una puerta abierta corría, se metía dentro de ese cuarto y luego, como era muy difícil sacarla de allí con su enorme andador, mientras buscábamos la solución, ella cogía las cosas a las que llegaba desde su altura y nos golpeaba con ellas, las lanzaba al suelo, las rompía,… Para cuando cumplió su segundo año, ya era un poquito ¡insoportable! Ella solita se rompió uno de los primeros dientes antes de que le creciera del todo. Nunca le
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